“La humanidad, que antaño, en Homero, era un objeto de espectáculo para los dioses olímpicos, se ha convertido ahora en espectáculo de sí misma. Su auto-alienación ha alcanzado un grado que le permite vivir su propia destrucción como un goce estético de primer orden.“
– Walter Benjamin
La película en cuestión es nuestro punto de partida. Netflix, dicen los críticos de cine, está atrás del Oscar que no consiguió con “Roma”, de Cuarón, y dicen que puso una millonada de dólares para que la crème de la crème del “Star System” hollywoodense le ponga el cuerpo al tópico políticamente correcto del momento.
Convocado, Adam Mckay, el guionista que en “La gran apuesta” nos explicó cómo las maldades del capitalismo “salvaje” provocaron la crisis del 2008, ahora nos explicará que la destrucción del planeta podría evitarse simplemente escuchando a dos científiques y corriendo a un costado a un empresario que es una especie de mezcla entre Elon Musk y Mark Zuckerberg y a una presidenta de EEUU inspiradísima en Trump.
El progresismo de McKay no pierde las mañas.
La metáfora, spoileada desde la propia publicidad oficial, es que el cometa asesino de planetas evoca a la crisis ambiental, al calentamiento global, etcétera. El ambientalista global, Leo Dicaprio, lo confirmará en entrevistas promocionales, los ambientalistas “mainstream” de cabotaje lo replicarán en sus redes sociales desde sus países, y así la mesa de navidad “green” estará servida a lo largo y ancho del globo gracias a la plataforma de la ene roja.
Diegéticamente el remplazo de una cosa por otra funciona, pero desde una mirada socioambiental, un cometa y la crisis ambiental son lo opuesto.
A diferencia del cuerpo celeste que aparece de la nada, el calentamiento global es un subproducto de un régimen de explotación, el capitalista, y de decisiones políticas concretas llevadas a cabo por instituciones políticas y personas concretas.
“Pero es una metáfora”, queda flojo de papeles como contraargumento cuando el realismo es la carta de presentación del producto.
Nótese que incluso, Mckay, evita echar mano a recursos de extrañamiento, distanciamiento, ruptura de la identificación con una historia “basada en hechos reales que no pasaron todavía” (como profesa la publicidad oficial) como los que utilizó en “La gran apuesta”. Recursos como el de romper “la cuarta pared” y hablarle directo al público o introducir de la nada a Margot Robbie a explicar conceptos financieros.
Acá pura empatía e identificación con los científicos protagonistas y el desenvolvimiento de la historia es que lo que busca la narración con sus miles de guiños a nuestra cotidianeidad (redes sociales, musiques famoses, formatos televisivos, etc.).
El borramiento de origen que opera en la metáfora es lo que la hace, aún en su criticismo, un producto asimilable a la industria cultural, y lo que marca las limitaciones de su “moraleja”.
Don´t Look Up!, reduce la amenaza de la catástrofe a la estupidez de un puñado de personajes que no aceptan la “revisión de pares” entre científiques, ni las recomendaciones de sus más lucides representantes. Dibiasky, Jeniffer Lawrence, el personaje inteligente y coherente de la película, le dice a la Trump que no la votó a ella, pero nunca a quien sí, porque acá no hay salida en la política ante la catástrofe.
Así las cosas, las masas en las calles solo aparecen para saquear y destrozar locales, y el activismo es reducido a un accionar onegeístico y artístico para que se “sepa la verdad”, ergo, se “mire hacia arriba”.
Walter Benjamín hablaba de la fascinación fascista del futurismo italiano por el aspecto estético de la guerra, pero hace tiempo que la mención con la que comenzaron estos comentarios, en un texto precursor del pensamiento sobre la experiencia cinematográfica, se ha resignificado para pensar en el goce pochoclero del espectáculo de la extinción. Décadas llevamos de industria cinematográfica vendiéndonos, en distintos formatos, el fin de los tiempos como producto audiovisual.
El goce de la experiencia audiovisual de la extinción, tiene necesariamente el efecto alerta, pero también el de preparación y adaptación ante un posible, el de educar artística y sentimentalmente para la resignación, para la derrota: ese mundo, el no-mundo, sería posible, imaginable, representable, pero transformar radical y estructuralmente el presente no.
Pero esto no era una reseña sobre una película, de la misma manera que Don’t Look Up! no es Armaggedon sin “I don’t want to miss a thing”. Si donde está el cometa va la crisis ambiental, donde en estas líneas va Don’t Look Up! podrían estar en su lugar las expresiones del ambientalismo que nos hablan del colapso y la catástrofe ambiental sin una estrategia política, sin confrontar frontalmente con los responsables políticos de las políticas ecocidas, y sin proponerse construir una alternativa para disputarles -por todos los medios necesarios- el poder político.
En todo caso, se debería tratar de buscar una moraleja distinta a la que plantean los hacedores de esta película (“hay que escuchar a la ciencia”), para que el (ALERTA SPOILER) fracaso de Dibiasky y Mindy nos reafirme en que con tener la verdad de nuestro lado no basta: hay que construir herramientas políticas que nos permitan democráticamente ejercerla en una perspectiva anticapitalista y Socialista.
“La politización del arte” era la respuesta del citado Benjamín en el citado texto, y politizar cada vez más la lucha socioambiental es también una de las tareas del momento.
Don’t Look Up! podrá ser una “buena” o “mala” película, aburrida o divertida, graciosa o no, cada cual podrá evaluarlo, y tendrá seguramente el mérito de haber abierto reflexiones sobre el negacionismo climático. Derrotar al negacionismo militante sigue siendo una tarea política para nada resuelta, con lo cual bienvenido todo lo que ayude en ese sentido.
Pero la tarea de la militancia socioambiental, a estas alturas, no es solo combatir al negacionismo, sino también salir al cruce del capitalismo verde y sus artilugios, que buscan llevar la pelea contra la catástrofe a otro callejón sin salida. Someter a crítica las narrativas sobre nuestras propias luchas que quieren instalar las multinacionales del espectáculo, también es una necesidad si no queremos que sean asimiladas por el propio sistema que necesitamos combatir.